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La Clase Política Permanente: Cuando el Poder es un Cargo Vitalicio


Existe una verdad incómoda que los ciudadanos percibimos con creciente claridad: nuestros países no son gobernados por los más capaces, sino por una clase política permanente. Se trata de un ecosistema cerrado, una casta que se reproduce a sí misma, donde sus miembros —indistintamente del color del partido— van rotando y relevándose en los diferentes cargos como si se tratara de un juego de sillas musicales en el que la música nunca se detiene para ellos.

La Farsa de la Meritocracia

En teoría, los altos cargos de la administración y del gobierno están destinados a los mejores y más brillantes. La justificación de sus sustanciosos sueldos y privilegios era, en su origen, doble: por un lado, atraer a personas de talento excepcional que podrían ganar mucho más en el sector privado; por otro, blindarlos contra la corrupción mediante una retribución que hiciera innecesaria la tentación.

Hoy, esa lógica se ha invertido. Los altos salarios y los privilegios (coches oficiales, dietas, asesores personales) no son el incentivo para un trabajo excelente, sino el premio por haber accedido al club. El cargo no es un instrumento para servir, sino un fin en sí mismo. La consecuencia es una mediocracia: un sistema donde la mediocridad se institucionaliza y se perpetúa. ¿Qué importa si un ministro no entiende los detalles técnicos de su cartera? Siempre tendrá un ejército de funcionarios anónimos y leales que mantendrán la maquinaria en marcha.

El Mito de la Competencia y el Espectáculo de la Pelea

Esto nos lleva a la revelación más cruda: el sistema puede funcionar solo. La administración pública, con su inercia burocrática y sus profesionales de base, es lo suficientemente robusta como para seguir adelante a pesar de —y no gracias a— sus supuestos líderes. La maquinía del Estado es un barco que navega por inercia, y los timoneles que se turnan en el puente a menudo solo agitan el volante para simular que están dirigiendo la nave.

Si su labor es en gran medida prescindible, ¿cuál es entonces su función real? La respuesta reside en el teatro de la política. Su principal ocupación es librar batallitas artificiales en las tribunas y en los platós de televisión. Se dedican a cultivar enemistades públicas, a exagerar diferencias mínimas y a generar una espuma de controversia que mantenga a la ciudadanía entretenida. Mientras discutimos sobre temas secundarios, polarizados y emocionalmente agotadores, la clase política permanente sigue disfrutando de sus prebendas, ajena por completo al verdadero pulso de la calle.

La Ciudadanía como Convidado de Piedra

Este mecanismo perverso ha creado una brecha insalvable entre la población y sus gobernantes. Para la élite política, la calle es una abstracción, un conjunto de datos en una encuesta. Para el ciudadano, las decisiones de esa élite son decretos lejanos que afectan a su vida cotidiana.

La tragedia no es solo que nos gobiernen los ineptos, sino que el sistema esté diseñado para premiar la lealtad al partido por encima de la competencia, la longevidad en el cargo por encima de la innovación, y la fachada de actividad por encima de los resultados tangibles.

Hemos normalizado que una persona pase de ser un simple afiliado a ocupar una veintena de puestos de relevancia a lo largo de su vida sin haber demostrado jamás una competencia notable fuera del aparato del partido. Es la profesionalización de la política, pero no como un servicio, sino como un feudo.

Hasta que no rompamos con la idea de que gobernar es un derecho hereditario dentro de una casta y lo reclaimemos como un servicio temporal y exigente, seguiremos siendo espectadores de un espectáculo que se representa para ocultar su propio vacío. La verdadera democracia llegará cuando los cargos vuelvan a estar ocupados por quienes los merecen por su talento y no por su carnet de afiliación.

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