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Cuando la Calle Recupera la Palabra


Durante años, el activismo encontró en las redes sociales un ecosistema aparentemente perfecto: inmediatez, alcance global y una capacidad de movilización sin precedentes. Sin embargo, una sensación creciente de impotencia comienza a empañar ese espejismo. El like, el compartir o el tuit virales han demostrado ser herramientas poderosas para la concienciación, pero a menudo se quedan en la superficie, en un ruido que no logra agrietar los cimientos del poder establecido. Como bien señala una voz lúcida, "el día que la sociedad vea que es más eficaz la lucha en las calles que en las redes sociales tendremos mucho de ganado". Ese día no es una utopía; es una necesidad histórica que se anuncia en el horizonte, y su llegada, paradójicamente, será precipitada por la misma miseria que los nuevos señores feudales tecnológicos ayudan a perpetuar.

Las redes sociales, en su esencia, son el reino de lo efímero. Un algoritmo dicta qué se ve y qué no, sepultando las causas justas bajo un alud de contenido banal. La indignación se convierte en un commodity más, un pico de engagement que dura unas horas antes de ser reemplazado por el siguiente escándalo. Esta "esclavitud del algoritmo" nos da la ilusión de participar mientras nos mantiene encerrados en cámaras de eco, donde predicamos a los conversos y rara vez desafiamos las estructuras de poder reales. La protesta digital, en muchos casos, ha sido domesticada: es un espectáculo que no interrumpe el negocio.

Frente a esto, la lucha en las calles representa la recuperación de lo físico, lo ineludible y lo colectivo. Un cuerpo en una plaza no puede ser silenciado con un botón de "bloquear". Una multitud marchando no puede ser ignorada por un algoritmo. La calle es el espacio de la democracia directa y tangible, donde el malestar social deja de ser un dato métrico para convertirse en una presencia masiva, visible e incómoda. Es el lugar donde se forja la solidaridad real, no la virtual; donde el riesgo y el compromiso se miden en términos humanos, no en interacciones.

Sin embargo, la transición del clic al adoquín requiere de un catalizador doloroso. La frase lo advierte con crudeza: "Para que esto se haga realidad queda más miseria, hambre y recortes de derechos por parte de los feudotecnológicos". Estos "feudotecnológicos" —un término tan preciso como aterrador— son los nuevos barones del capitalismo del siglo XXI. Su poder no se ejerce sobre tierras, sino sobre datos, sobre nuestra atención, nuestra intimidad y, cada vez más, sobre nuestros derechos laborales y sociales. Sus políticas de precariedad, su avaricia fiscal y su control sobre la información son el nuevo yugo.

Será precisamente la continuación de estos abusos, el ahondamiento en la desigualdad y el recorte sistemático de derechos, lo que empujará a la ciudadanía a redescubrir su poder primario: el de la presencia colectiva. Cuando la pantalla ya no ofrezca ni siquiera la distracción de una falsa participación, cuando el hambre y la desesperación traspasen el umbral digital, la gente no tendrá más remedio que salir a reclamar lo que es suyo.

El futuro de la lucha social, por tanto, no está en abandonar las redes, sino en subordinarlas a una estrategia de movilización física. Las redes deben ser el altavoz, el organizador, el medio para coordinar la acción que realmente importa: la que ocupa el espacio público. El desafío es construir puentes entre la conciencia digital y la acción concreta, transformar la indignación virtual en un movimiento imparable que camine, grite y exija justicia donde no puede ser silenciado.

El día que comprendamos que un millón de likes no valen lo que diez mil personas frente a un parlamento, ese día habremos dado el salto más significativo. La calle, al fin y al cabo, es el algoritmo del pueblo. Y es un algoritmo que no se puede actualizar para silenciar la disidencia.

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