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Los 50 años de la monarquía española: el atado y bien atado que aún respira


La monarquía española no es una institución simbólica. No es un decorado democrático como la Corona británica. Es un legado vivo del franquismo, operativo, funcional y profundamente arraigado en las estructuras del poder. Cincuenta años después de la muerte del dictador, el “atado y bien atado” sigue vigente —no en los discursos de los viejos, sino en las leyes, los nombramientos, los mandos militares y las sentencias que caen como garrotazos sobre la libertad.

Tenemos un rey con el cargo real de Capitán General de las Fuerzas Armadas. No es un título ceremonial. Es un poder efectivo. Un mando real que puede intervenir, movilizar, decidir. Nadie lo eligió. Nadie lo rinde cuentas. Y aun así, sigue siendo el jefe supremo de un aparato que debería ser del pueblo, no de la corona.

Tenemos un Poder Judicial que actúa como guardián del statu quo. No como garante de la justicia, sino como vigía del gobierno. Sentencias que aparecen como por arte de magia para encarrilar procesos políticos, para silenciar voces críticas, para proteger intereses que no son los del electorado. Jueces nombrados por comisiones cuyos miembros fueron designados por quienes heredaron el poder de Franco. Un sistema que no es independiente: es heredero.

La transición no fue un cambio. Fue una reestructuración con máscara democrática. Elecciones, partidos, constitución… todo eso existe. Pero el núcleo sigue siendo el mismo: dos instituciones no electas —la Corona y el Tribunal Supremo— que deciden, en la sombra o en la luz, qué es posible y qué no.

No hay legitimidad en el nacimiento. No hay rendición de cuentas en el poder. Y sin embargo, se llama democracia.

50 años.
50 años de un sistema que se niega a morir.
50 años de un “atado y bien atado” que aún respira.