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La Lección No Aprendida de Ucrania: El Coste de Depositar la Fe en un Amigo de Piedra


La historia, con su fría e implacable lógica, no se repite, pero rima. Y en el estruendo de los bombardeos sobre Ucrania, el eco de ese poema es ensordecedor. Ucrania, en un acto de desesperación comprensible, pero de una miopía histórica imperdonable, cometió el error cardinal de no haber estudiado el pasado. Se convirtió en el último eslabón de una larga cadena de naciones que, seducidas por el canto de sirena del apoyo estadounidense, descubren demasiado tarde que el protector puede convertirse en acreedor, y que la ayuda nunca es gratuita.

En su día, la decisión más fácil fue abrir las puertas de par en par a la ayuda que Washington proporcionaba con una mano generosa y una agenda oculta en la otra. ¿Quién, ante un invasor en la frontera, rechazaría un escudo? Sin embargo, la verdadera estadidad, la auténtica independencia, se mide por la capacidad de previsión. Ucrania tenía que haber pensado que ese flujo de armas y dinero, tan vital hoy, llevaba una fecha de caducidad o, peor aún, iría acompañado mañana de una rendición de cuentas política y estratégica inasumible. La factura llega siempre, y suele presentarse en el momento de mayor debilidad.

Lo de menos en este trágico escenario es la ideología del presidente de turno. El problema de fondo trasciende a cualquier figura política individual. El gran fracaso de Ucrania, y de la Europa que la observa con una mezcla de lástima y pánico, es no haber aprendido la lección fundamental que se desprende de las ruinas del Viejo Continente desde 1945: las naciones europeas nunca han podido levantarse del todo para ser verdaderamente independientes. La Segunda Guerra Mundial no terminó con la derrota del Eje; simplemente cambió de amo. Europa Occidental cambió la bota nazi por la tutela benevolente, pero al fin tutela, de los Estados Unidos. Se creó una dependencia estructural, tanto militar a través de la OTAN como económica, que ha anclado a Europa en un papel de socio junior, de vasallo moderno en un nuevo orden feudal.

Lo que ocurre en Ucrania es un espejo en el que los países europeos deberían mirarse con urgencia. La comodidad de esconderse bajo el paraguas nuclear estadounidense ha tenido un coste: la atrofia de nuestra propia capacidad de defensa y, lo que es más importante, de nuestra soberanía estratégica. Es hora de que Europa despierte y se ponga manos a la obra para desprenderse de esta dependencia yanqui en todos los aspectos, del militar al económico. Debemos construir una Europa que sea un polo de poder por derecho propio, capaz de garantizar su propia seguridad y definir sus propios intereses, sin tener que esperar instrucciones o permiso de Washington.

Para entender por qué esto es imperativo, hay que ver a los Estados Unidos como lo que realmente son, despojados de la retórica de la "tierra de los libres". Su historial habla por sí solo: son el país que apoyó y financió dictaduras sangrientas por todo el globo con tal de frenar el avance del comunismo; la nación que, en un acto de una brutalidad sin precedentes, decidió lanzar la bomba atómica sobre Hiroshima y Nagasaki, un recordatorio eterno de que para su élite gobernante, el fin (la demostración de poder) justifica cualquier medio. Es un país que no tiene entrañas, que opera bajo una lógica fría y calculadora donde los beneficios económicos y estratégicos están muy por encima de cualquier consideración humanitaria o de lealtad hacia sus aliados.

Ucrania es hoy el campo de batalla donde se libra una guerra por procuración, donde se prueban armas y se desgasta a un rival a un coste cero en vidas americanas. Es la trágica continuación de un patrón. La pregunta que queda en el aire es si Europa, observando el sufrimiento ucraniano, tendrá la sabiduría de aprender la lección que Kiev no supo ver a tiempo: confiar en Washington es firmar un pacto con el diablo, y la factura, tarde o temprano, siempre llega. Y se paga en soberanía

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